"Mamá, ¿por qué tienes esa cara?
Es que te veo tan... Apagada..."
Se me pusieron los pelos de punta cuando el otro día iba en el autobús de vuelta a casa y de repente escuché a una niña decir esto. Mi sorpresa fue cuando vi que la niña no tendría más de cinco o seis años, y miraba a su madre, sentada junto a ella, con un signo de preocupación totalmente sincero en los ojos.
No pude evitar observar cómo la madre, con la mirada al frente, perdida, desprendía una mezcla de preocupación y tristeza, que tal vez no fuese más que puro agotamiento o aburrimiento.
El caso es que me llamó la atención la perspicacia de la niña, y cómo enseguida supo que, fuese lo que fuese aquello que le rondaba la cabeza, lo que su madre necesitaba era un abrazo. Y eso hizo, abrazar a su madre, a pesar de no obtener respuesta a su pregunta.
Y ahí me quedé yo, con cara de tonta, mirando cómo la niña rodeaba con sus pequeños brazos el cuello de su madre. Pensando lo mucho que nos cuesta a los "mayores", ya no abrazarnos o demostrar el cariño que nos tenemos los unos a los otros, sino simplemente detectar cuándo los que tenemos al lado necesitan nuestro abrazo.
No sé en qué momento de nuestras vidas crecer se convierte en sinónimo de seriedad e individualismo, como si necesitásemos demostrar al mundo que somos fuertes y autosuficientes. Que no necesitamos a nadie, dando por hecho que cada uno tenemos que hacer nuestro camino solos, y que los demás tampoco necesitan nada de nosotros.
Cómo nos gusta engañarnos a nosotros mismos, cuando en el fondo sabemos que no seríamos nada sin todas esas personas que nos han ayudado a ser lo que somos y a llegar donde hemos llegado.
Desde aquí doy las gracias a esa niña que el otro día me recordó que el mundo sería mejor si todos apartásemos un poco la mirada de nosotros mismos y empezásemos a observar un poco más (y mejor) lo que tenemos alrededor.