16 febrero, 2014

Los ojos de la Muerte

     Un sudor frío empapaba mi frente, y una gota caía por cada lado de mi rostro, naciendo en el mar que inundaba la parte alta y recorriendo cada centímetro de mi cara, dibujando con un halo salado la línea de mis cejas, bajando por el párpado hasta alcanzar la nariz, donde las dos gotas gemelas se unían en una sola, un poco más grande. Desde ahí bajaban, ya de la mano, hasta mi boca, acariciando mis labios y llenando mis papilas gustativas de ese sabor que caracterizaba a las gotas insípidas de la lluvia mezcladas con la acidez de las gotas de sudor. Esa gota (gotas) había recorrido la cordillera de mi cara, recogiendo toda clase de sustancias y dejando una fina línea casi transparente dibujada a su paso. A esas alturas ya no podía distinguir si el líquido húmedo que bañaba mi cara era sudor, lágrimas o el agua que caía de forma torrencial de las nubes.
     La lluvia caía fuertemente, descargando toda su furia sobre mí en la profunda oscuridad del bosque. Debería haberme percatado de que las lluvias en Abril no eran aún “nubes de verano”, pero en ese momento mis pensamientos estaban colapsados y no quedaba ni una neurona libre en mi cerebro. Todas estaban ocupadas intentando dar órdenes a mis piernas para que no cesasen en la carrera y aumentasen en su velocidad. Otras hacían todo lo posible para disuadir a los músculos de mi cuello de la idea de girar mi cabeza hacia atrás, ya que sabían que mis jóvenes e inexpertos ojos no estaban preparados para afrontar la visión de lo que se suponía que había tras de mí. Sin duda, la naturaleza es sabia.
     A ello se sumaba un viento helado que soplaba en mi contra, como todo en aquella húmeda noche de Abril. Sus soplidos silenciaban mis gritos, y cada vez que abría la boca para coger oxígeno el frío viento entraba en mí, intentando apoderarse de mi voluntad, desgarrándome los pulmones y disminuyendo mis cada vez más débiles fuerzas.
     Aún así sucumbí a la tentación de dejarme caer, de abandonarme a mi suerte, poniéndome en manos de lo que se suponía que me perseguía a través del bosque. Todo habría sido más fácil, más rápido y menos doloroso si me hubiese ocultado detrás algún arbusto a esperar a que el destino me encontrase para sellar la sentencia ya firmada en el momento de mi nacimiento. Sin embargo seguí corriendo. Conseguí convencerme de que era demasiado joven para morir. Mi vida acababa de empezar hacía apenas unos pocos años, y no podía dejar que mis sombras me la arrebatase en la soledad del bosque. Era un final que no merecía.
     La lluvia seguía cayendo, el viento seguía soplando, y yo seguía corriendo. Podía notar las ramas romperse bajo mis pies, atravesando y desgarrando mi fina piel. El calor de la sangre en la planta de los pies era lo único reconfortante que podía encontrar en esos momentos. De vez en cuando mi pisada se clavaba en algo suave y crujiente que, quise suponer, eran hojas caídas de los árboles. Los arañazos y las heridas cubrían cada parte de mi cuerpo. Signos de la lucha contra toda clase de árboles y plantas que se interponían en mi carrera por llegar lo antes posible al pueblo y salir de aquel endiablado bosque.
     Hacía tiempo que los calambres habían abandonado mis piernas, y mis células entumecidas y agarrotadas por el frío y el miedo ya no eran capaces de sentir ni el más mínimo atisbo de dolor.
     Un rayo de esperanza me inundó de repente. Ya podía ver, en la lejanía, las primeras luces de las casas del pueblo. Estaba cansada y no sentía la mayor parte de mi cuerpo, pero la efímera visión de estar rozando con la punta de los dedos la salvación, la vida, me impulsó a seguir corriendo. Estaba cada vez más cerca de la victoria. No podía parar ahora. Sólo necesitaba la pequeña iluminación de una vela para ahuyentar a los monstruos que me perseguían.
     Pero entonces, apareciendo de la nada, algo se interpuso en mi camino, golpeándome de lleno en la boca del estómago. Caí al suelo semiinconsciente por el agudo dolor. Parecía que la endemoniada rama me hubiese traspasado por completo, y mi vista se nubló al tiempo que mis rodillas se doblaban y la vida escapaba lentamente por el vaho que salía de mi boca.
     De fondo, un leve sonido erizó mi piel y sentí cómo el flujo de la sangre disminuía su velocidad, a pesar del agitado golpeteo de mi corazón contra mis costillas. Eran ellos. Podía escuchar cómo se acercaban lentamente, ahora que sabían que estaba desprotegida. Sentí su aliento chocando contra mi empapada nuca, y conseguí darme la vuelta para huir justo cuando un rayo de luna se abría paso entre las nubes y las copas de los árboles. Y entonces los vi. Estaban todos. El Miedo, la Tristeza, la Soledad… Todos me rodeaban, clavándome sus ojos rojos como flechas en llamas a la tenue luz de la luna. La luna, que tantas veces había sido mi compañera y confesora, ahora me mostraba cruelmente el final de mi camino. Nada de lo que había hecho hasta entonces tenía ya sentido. Todas mis luchas por alcanzar mis sueños y mi salvación no habían servido más que para llevarme a morir a manos de mis monstruos, llenos de rencor y sedientos de venganza. Pero mi sufrimiento no acabaría tan fácilmente. Un nuevo rayo se abrió paso en mi cabeza, taladrando mis recuerdos y mostrándome la causa que me había llevado hasta allí.

Él. 

     Por él había abandonado mis miedos y mis monstruos. Por él me había arrancado las corazas, y había derrumbado los ladrillos que rodeaban mi corazón. Él me había devuelto la esperanza, la vida, y había jurado protegerme de Ellos. Pero él se había marchado. Él me había abandonado, dejándome sola y débil, llevándose la llave de mi corazón en su bolsillo, y dejando la puerta abierta.
     Ahora ya no había vuelta atrás. La furia y el rencor se habían apoderado de mí, mientras mis monstruos me acariciaban suavemente el pelo. Y de repente la muerte no se me antojó tan amarga. Él era el desencadenante de aquella situación. Sólo él y sus falsas promesas eran los culpables de mi muerte. Así que, por primera y última vez en mi vida, no luché, y me abandoné a mi destino, decidida a vivir “en paz” con los únicos que jamás me habían abandonado.